domingo, 27 de octubre de 2013

El Poder de la Mente

La vanidad nunca fue una virtud, pero siempre me ha gustado tapar mis defectos ensalzando lo poco que sabía bueno de mí. Nunca negué mi insistencia, mi vagueza o el exceso de ideas sin finalidad, pero todo cambia cuando uno se hace consciente, por inspiraciones o iluminaciones que abofetean tu conciencia, que mis pasos se veían entorpecidos por esta carga, que el avance ciego no es evolución, que el crecimiento de virtudes no desciende el valor mis lacras. 
Pase segundos de mi tiempo de trabajo u ocio cavilando, consternada, sobre las inferencias recientemente halladas y me propuse buscar todos y cada uno de los muros que me impedían seguir adelante; como habría de esperar, no serían pocos. Fui consciente, más si cabe, de la dependencia que suponía para mí la imagen que exponía, la instantánea que los demás captaban de mí; buscaba el perfeccionismo, sin embargo, la definición no era una inseguridad, una falta de creencia o amor en uno mismo, sino la crítica constante que hacia yo misma hacia los demás; esta suponía la creación de un modelo de conducta y un modelo físico. Me percaté de la obsesión que la falta de relaciones me había causado siempre, llevándome a la frustración, a la indignación, a cuestionarme porque dicho modelo, que aunque nunca fue del todo alcanzable jamás cese en mi empeño, no funcionaba en mi interacción con la sociedad. Concluí mis pesquisas con la que, desde hacía pocos años, suponía la mayor de mis preocupaciones, mi culpabilidad referente a las relaciones nulas que se habían sucedido en mi ámbito familiar; no hubo manera de alcanzar una definición propia, aunque si pude determinar la causa de esta frustración, muy alejada de mi persona, lo que no implicaba que las conclusiones no recayeran sobre mí.
Finalizado el análisis de imperfecciones, aun sabiendo que, con seguridad, algo se escapaba, y reflexionado sobre el futuro que les esperaba, no me propuse cambiarlo; fui lógica y llegué al razonamiento que una empresa de tal magnitud sobre unas manchas tan incrustadas en el cerebro serían una tarea inalcanzable. Sin embargo, pude tener breves imágenes y hacer simulaciones mentales sobre limpiezas, productos para dicho fin y, finalmente, una mente blanca y reluciente, abierta o cerrada, dependiendo del momento, o las vivencias que me esperarían, con una gran sonrisa, también blanca y reluciente, que exponía mi felicidad. Este punto me llevó a pensar de nuevo: si la falta de limpieza de mi mente me llevaba a imponerme una imagen creada donde la sonrisa no era una realidad, una expresión verdadera de felicidad, entonces el modelo no era correcto, o si lo era, suponía un esfuerzo mayor de que yo pudiera realizar. La finalidad ya no solo sería la aclaración de una mente corrupta, sino la modificación de modelo o la adaptación de mismo hacia mi persona. Me encontré en un punto sin salida; no me creí jamás conocedora de la fórmula del cambio y fui razonablemente lógica cuando determiné que sería imposible que pudiera encontrarla. 
Socavé en el baúl de mis capacidades y pensé que la lógica, hasta ahora coherente, era el punto en común de todas mis imperfecciones y frustraciones. Comencé a ver en perspectiva, sin necesidad de acudir al razonamiento. Resumí que la consideración del problema objeto como problema era el inconveniente de todo lo que abarcaban mis búsquedas. 
Así pues, no ha cambiado mi lógica, ni mi modelo, ni mis frustraciones o imperfecciones; el problema sigue siendo un inconveniente cuando decido que mi mente necesita considerarlo así, que el modelo es perfecto en función de las personas a quien decido mostrarlo, que mis defectos enaltecen mis virtudes sin necesidad de taparlos. No hay solución lógica, y aunque a la práctica mis decisiones no siempre son funcionales, al menos puedo decidir sobre el momento y la imagen que deseo exponer.

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