Mi padre no volvió, no ese día. Mi madre llego a la noche, con
los ojos hinchados, la nariz y las mejillas rojas. Mi tía nos dejó cenado y se
fue a hablar con ella. Se oían voces
llorosas. No nos decían nada.
No éramos muy conscientes de todo
lo sucedido, aunque sabíamos que algo pasaba, pero mi madre nos quería proteger, no
quería implicarnos. No nos contaron nada y durante unos días mi madre explicaba
que a nuestro padre le había surgido un viaje. Era algo extraño.
Volvió, como si de un viaje se
tratase, a los tres días; y como pasa con cualquier viaje, no paso nada. Volvieron
las risas, aunque sí se notaban ciertamente fingidas.
No tardaría en repetirse la
situación. Viajaba demasiado.
Mi hermana y yo pasamos a un
segundo plano en la ecuación familiar. Mi tía acudía cada vez más a cuidarnos.
No le resultaba muy grata nuestra compañía o consideraría simplemente que ese
no era su trabajo y en poco tiempo dejaría de venir. Mi madre acudió a las
canguros, ella, aunque no lo reconociera, no se veía capacitada. Desde entonces,
dado el mucho apoyo que denoto mi tía por una situación que poco a poco iría
empeorando, no se dirigirían más la palabra. Mi madre no nos mintió. Aun así,
toda moneda tiene dos caras.
Mi hermana y yo crecimos viviendo
por épocas; era algo extremo. Llegó un punto en el que la parte de familia
normal, no feliz, solo normal, no nos la creíamos. Vivíamos expectantes al
momento en el que la situación se volviese a repetir. Tenía su propio ritual; mi padre se marchaba, de viaje claro, tres, cuatro, cinco, los días que
fuesen; mi madre lloraba, venía la canguro; volvía nuestro padre, risas, y
vuelta a empezar al cabo de 2 o 3 semanas. Las cosas no pintaban bien. No me
imagino siendo mi madre. Vivir con la amenaza del abandono.
Lo increíble, lo más sorprendente
de todo aquello, era que nunca se hubiese percatado de lo que conllevaba
aquella amenaza.
Olía a bizcocho. Tendía la ropa,
como cualquier día, pero esta vez olía a bizcocho. Me gustaba ese olor. No era
un olor que a mí en particular me recordase nada. No lo hacía a menudo, pero al
hacerlo, sí me venía la imagen de una abuela cocinando para sus nietos.
Demasiados anuncios que irradian demasiada felicidad. Quizás existiese.
Me marché. Me había quedado con
aquella espina, con la incertidumbre de que aquella señora de pelo morado se
había marchado disgustada por mí, quizás, muestra de desinterés y mofa.
No fui muy rápido. No me pasaba
nada, no esta vez. Ni taquicardias, ni falta de respiración. En cierto modo
estaba contenta porque después de unos cuantos episodios, este era el primero
en el que acudía a mi banco tranquilizador sin necesidad de recurrir a él con
el motivo de tranquilizarme.
Me senté. Miré alrededor con la
intención de encontrar aquella cabellera morada. No fue así. Desistí. Mire al
frente. Me entró melancolía. Me hubiera gustado retroceder en el tiempo y poder
explicar a aquella señora que no me reía de ella, que me interesaba todo lo que
me contaba, como era cierto.
Paso algún tiempo, ya se hacía de
noche.
La note. Se sentó. Supongo que lo
normal en estas circunstancias seria decirle lo que pensaba y disculparme, pero
pensé que si había decidido sentarse de nuevo a mi lado era porque no le
molestó nada de aquello. Se quedó en silencio. En realidad no habló en todo el
tiempo que estuvo allí sentada. Yo esperaba que dijese cualquier cosa, pero no
fue así. Al cabo de un rato deje de pensar en ello y simplemente disfrute de su
compañía. Me di cuenta que era agradable estar allí sentada, contemplando el
horizonte, con alguien que, al menos a mi parecer, entendía lo que yo sentía
cuando hacia aquello. Supongo que es esa clase de situaciones en la que lo
sabes, no necesitas explicarlo, sabes que se entenderá. Era la impresión que
ella me transmitía cuando la miraba de reojo. Era agradable.
También podía ser que le
sucediese lo mismo que a mí y por ello acudía allí, como si fuese el banco
tranquilizador de más de una persona. Años y años atrás, muchos traseros habían
acudido a buscar consuelo y alivio a aquel banco. El banco de las melancolías,
tristezas y alguna alegría, supongo. Si el banco hablase….
Al igual que el último día, al
cabo de un rato, se marchó.
Supongo que no era el momento de
hablar, tan solo de mirar.
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