domingo, 25 de noviembre de 2012

Capítulo 5: No habló



Mi padre no volvió,  no ese día. Mi madre llego a la noche, con los ojos hinchados, la nariz y las mejillas rojas. Mi tía nos dejó cenado y se fue  a hablar con ella. Se oían voces llorosas. No nos decían nada.
No éramos muy conscientes de todo lo sucedido, aunque sabíamos que algo pasaba, pero mi madre nos quería proteger, no quería implicarnos. No nos contaron nada y durante unos días mi madre explicaba que a nuestro padre le había surgido un viaje. Era algo extraño.
Volvió, como si de un viaje se tratase, a los tres días; y como pasa con cualquier viaje, no paso nada. Volvieron las risas, aunque sí se notaban ciertamente fingidas.
No tardaría en repetirse la situación. Viajaba demasiado.
Mi hermana y yo pasamos a un segundo plano en la ecuación familiar. Mi tía acudía cada vez más a cuidarnos. No le resultaba muy grata nuestra compañía o consideraría simplemente que ese no era su trabajo y en poco tiempo dejaría de venir. Mi madre acudió a las canguros, ella, aunque no lo reconociera, no se veía capacitada. Desde entonces, dado el mucho apoyo que denoto mi tía por una situación que poco a poco iría empeorando, no se dirigirían más la palabra. Mi madre no nos mintió. Aun así, toda moneda tiene dos caras.
Mi hermana y yo crecimos viviendo por épocas; era algo extremo. Llegó un punto en el que la parte de familia normal, no feliz, solo normal, no nos la creíamos. Vivíamos expectantes al momento en el que la situación se volviese a repetir. Tenía su propio ritual; mi padre se marchaba, de viaje claro, tres, cuatro, cinco, los días que fuesen; mi madre lloraba, venía la canguro; volvía nuestro padre, risas, y vuelta a empezar al cabo de 2 o 3 semanas. Las cosas no pintaban bien. No me imagino siendo mi madre. Vivir con la amenaza del abandono.
Lo increíble, lo más sorprendente de todo aquello, era que nunca se hubiese percatado de lo que conllevaba aquella amenaza.
Olía a bizcocho. Tendía la ropa, como cualquier día, pero esta vez olía a bizcocho. Me gustaba ese olor. No era un olor que a mí en particular me recordase nada. No lo hacía a menudo, pero al hacerlo, sí me venía la imagen de una abuela cocinando para sus nietos. Demasiados anuncios que irradian demasiada felicidad. Quizás existiese.
Me marché. Me había quedado con aquella espina, con la incertidumbre de que aquella señora de pelo morado se había marchado disgustada por mí, quizás, muestra de desinterés y mofa.
No fui muy rápido. No me pasaba nada, no esta vez. Ni taquicardias, ni falta de respiración. En cierto modo estaba contenta porque después de unos cuantos episodios, este era el primero en el que acudía a mi banco tranquilizador sin necesidad de recurrir a él con el motivo de tranquilizarme.
Me senté. Miré alrededor con la intención de encontrar aquella cabellera morada. No fue así. Desistí. Mire al frente. Me entró melancolía. Me hubiera gustado retroceder en el tiempo y poder explicar a aquella señora que no me reía de ella, que me interesaba todo lo que me contaba, como era cierto.
Paso algún tiempo, ya se hacía de noche.
La note. Se sentó. Supongo que lo normal en estas circunstancias seria decirle lo que pensaba y disculparme, pero pensé que si había decidido sentarse de nuevo a mi lado era porque no le molestó nada de aquello. Se quedó en silencio. En realidad no habló en todo el tiempo que estuvo allí sentada. Yo esperaba que dijese cualquier cosa, pero no fue así. Al cabo de un rato deje de pensar en ello y simplemente disfrute de su compañía. Me di cuenta que era agradable estar allí sentada, contemplando el horizonte, con alguien que, al menos a mi parecer, entendía lo que yo sentía cuando hacia aquello. Supongo que es esa clase de situaciones en la que lo sabes, no necesitas explicarlo, sabes que se entenderá. Era la impresión que ella me transmitía cuando la miraba de reojo. Era agradable.
También podía ser que le sucediese lo mismo que a mí y por ello acudía allí, como si fuese el banco tranquilizador de más de una persona. Años y años atrás, muchos traseros habían acudido a buscar consuelo y alivio a aquel banco. El banco de las melancolías, tristezas y alguna alegría, supongo. Si el banco hablase….
Al igual que el último día, al cabo de un rato, se marchó.
Supongo que no era el momento de hablar, tan solo de mirar.

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