lunes, 27 de enero de 2014

Un Libro Sin Empezar

La conocía. A menudo la veía sentada en la misma mesa junto a la ventana, en la misma cafetería, con su café y un libro que ojeaba a ratos, mientras levantaba la cabeza para ver el tránsito de gente por la ventana, para ver los nuevos clientes que entraban.
Admiraba su sonrisa, sus múltiples sonrisas que describían las pequeñas emociones que sentía en cada momento. Casi podía sentir su euforia mientras leía, casi sentía la emoción al ver un gesto de agradecimiento o gentileza. Pero todo era distinto cuando su centro de atención era la calle. Estaba sería, incluso pude sentir su miedo, su ira, su nerviosismo. ¿Por qué, entonces, se sentaba siempre allí?

Odiaba la manera de taparse con el periódico. Nunca hablamos pero aquella costumbre de tomar mi café en la misma cafetería desde donde podía mirarle tras la ventana, sentado en el banco que da a la carretera en la acera de enfrente, ya se había convertido en una necesidad, un acto impulsivo de cada media mañana, y sin embargo, jamás fui capaz de terminarme mí café.
Le miraba de reojo, pero siempre había gente, siempre un bus o su periódico que me impedía mirarle todo el tiempo del que yo disponía. Hacía la veces de pasarme por mi libro, libro que llevaba once meses intentando avanzar y cuyo guarda páginas no había movido desde que lo había empezado.

Soñé con ella esa noche. Tras sentarme en el banco verde, como ya era costumbre, tuve el primer pálpito desde que todo comenzó, la primera sensación de decisión, la primera necesidad de levantarme, de entrar en aquella cafetería, de pedir un café, de sentarme con ella, de mirarle a los ojos y sonreírle.

Soñé con él, otra de mis nuevas costumbres. Una vez en la cafetería, en mi asiento, lo busqué por la ventana. Se levantó con decisión, cruzó la calle y entró en la cafetería; pidió un café y se acercó a mí; se sentó, me sonrió. Notaba el corazón con fuerza, latía como jamás lo había sentido. Cerré el libro sin dejar de mirarlo. Abrí los ojos y me inundó de nuevo la tristeza; no había sido más que un sueño.
Pasé la mañana como cualquier otra, rezando para que los minutos pasaran sin que apenas pudiera apreciar la lentitud de su parsimonia. Estaba cerrada, en la puerta unas letras rápidamente escritas en un papel arrugado hablaban de muerte. Me sentí mal y confusa porque a pesar de que la costumbre me había hecho conocer a la dueña, de llegar a hablar y compartir algo más que un “hola” o “un café con leche, por favor”, la única pena que verdaderamente sentía era la de no poder verlo. ¿Qué podía hacer ahora?

Tenía mucha imaginación por cortesía de las numerosas películas románticas que bombardean los televisores cada sábado a la noche, pero hoy estaba cerrada y eso me llenó de amargura por lo que podría significar, y a pesar de mi decisión, de mi palpito, nada sería posible si ella no estaba tras el cristal. Corrí tres manzanas y volví. Allí estaba, leyendo el cartel de la puerta. Era el momento, no habría otro mejor.

Me di la vuelta con una enorme sensación de decepción. Ahí estaba él. Tenía un vaso de café en una mano y un periódico en la otra; me estaba mirando, me sonreía.

Nadie sabe que el tiempo se paró en cuanto me cogió el café de la mano. Ahora la gente pasa a nuestro alrededor, yo camino a su lado y la miro una y otra vez. Ella me mira y me sonríe mientras bebe su café. Aun no se su nombre, pero eso hoy ya no tiene importancia.

No hay comentarios: