viernes, 4 de enero de 2013

Banda sonora en la estación



En frente a un gran reloj que marcaba las doce y media. En un asiento frío en  la estación de trenes y sin que el tiempo me ayudase a alcanzar mi tan deseado encuentro. Sonaba música clásica en mi Ipod y mientras pasaban una a una las sinfonías de mi repertorio preparado para cada sesión de estudio, mi mente se obcecó en encontrar, como de costumbre, cualquier otro entretenimiento, que con muchas probabilidades, sería más interesante que mis apuntes de Anatomía Patológica.
Destacaba, sobremanera, el ruido, las prisas, las costumbres, entre las que resaltaba con creces la mala educación, y entre otras cualidades, estas eran de las más relevantes que convertían aquella ciudad, junto con otras muchas, en completamente detestable para mí. Suponía que el reloj influía notablemente en aquellas costumbres detestables en aquella ciudad detestable. Sabía que estaba erróneamente generalizando; sabía que mí pensamiento era reflejo de mí odio por las ciudades grandes ya que demostraban, en términos mayúsculos, lo que suponía la vida del ser actual y de lo que, desde luego, me empeñaba en escapar.
Subí el volumen y aunque en un principio temí por las caras de asombro de las personas que se sentaban a mí lado, pronto se disipó, sorprendentemente pronto, y en el momento en el que comencé a contemplar mí alrededor, ya no había miedo por mí consideración ajena.  Con detenimiento miré cada minúsculo detalle que mis ojos alcanzaron vislumbrar, detalles que, de ninguna manera, hubiesen cobrado sentido en cualquier otro momento.  Reparé, como hecho novedoso en mí vida, en las múltiples similitudes entre lo que sucedía a mí alrededor y la música que estaba escuchando; cada una de las sintonías que en aquel reproductor sonaban con cada una de las personas, sus gestos, sus pasos o sus detestables costumbres se acompasaban de una manera curiosa. Resultó que mí nuevo entretenimiento, y de manera completamente inconsciente, fue crear una banda sonora a aquella situación, en aquella localización que para nada resultaba nueva; así que miré, aquellas costumbres, con gran detenimiento e interés, y como el que ve una luz tras un apagón, reparé en una sonrisa agradecida de una señora perdida y su marido, hacia el hombre de seguridad de la estación; reparé en los besos, los múltiples besos que relataban prontos encuentros, besos de bienvenida, besos con deseo de cariño o besos de fugaz pasión; reparé en los ritmos acompasados a cabalgados, en trote, de paseo o de descanso de cada viajero o acompañante que pasaba delante de mí; reparé en miradas, perdidas, solitarias, pensativas, ilusas o incluso llenas de recuerdos que jamás descubriré; reparé en años, los muchos y los pocos, los no tantos y los intermedios, todos y cada uno de esos años que suponían experiencia y sabiduría, sufrimientos o alegrías, nostalgias; las ropas, las maletas, el maquillaje, quizá, buscando signos de clase, de estilo propio, de carácter incluso; reparé el la raza, demostración de lucha y supervivencia, de deseos cumplidos, de familias rotas, de alegres encuentros,…; vi generosidad, pobreza, frío, enfermedad, soledad, tanta soledad, que fui incapaz de lograr entenderla, y a pesar de ello, resultaba tan conocida.
Vi, contemplé, miré al detalle a cada una de esas personas que por un momento formaron parte de mí vida, de mí mente, de mí interés, ignorantes de mí mirada curiosa, contribuyeron a crear mi banda sonora en aquella situación, en aquella localización realmente sorprendente.
Miré el gran reloj de enfrente. Eran las dos y media, y mí tren no esperaba.

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