En frente a un gran
reloj que marcaba las doce y media. En un asiento frío en la estación de trenes y sin que el tiempo me
ayudase a alcanzar mi tan deseado encuentro. Sonaba música clásica en mi Ipod
y mientras pasaban una a una las sinfonías de mi repertorio preparado para cada
sesión de estudio, mi mente se obcecó en encontrar, como de costumbre,
cualquier otro entretenimiento, que con muchas probabilidades, sería más
interesante que mis apuntes de Anatomía Patológica.
Destacaba, sobremanera,
el ruido, las prisas, las costumbres, entre las que resaltaba con creces la
mala educación, y entre otras cualidades, estas eran de las más relevantes que
convertían aquella ciudad, junto con otras muchas, en completamente detestable
para mí. Suponía que el reloj influía notablemente en aquellas costumbres
detestables en aquella ciudad detestable. Sabía que estaba erróneamente
generalizando; sabía que mí pensamiento era reflejo de mí odio por las ciudades
grandes ya que demostraban, en términos mayúsculos, lo que suponía la vida del
ser actual y de lo que, desde luego, me empeñaba en escapar.
Subí el volumen y
aunque en un principio temí por las caras de asombro de las personas que se sentaban
a mí lado, pronto se disipó, sorprendentemente pronto, y en el momento en el
que comencé a contemplar mí alrededor, ya no había miedo por mí consideración
ajena. Con detenimiento miré cada
minúsculo detalle que mis ojos alcanzaron vislumbrar, detalles que, de ninguna
manera, hubiesen cobrado sentido en cualquier otro momento. Reparé, como hecho novedoso en mí vida, en las
múltiples similitudes entre lo que sucedía a mí alrededor y la música que
estaba escuchando; cada una de las sintonías que en aquel reproductor sonaban
con cada una de las personas, sus gestos, sus pasos o sus detestables
costumbres se acompasaban de una manera curiosa. Resultó que mí nuevo
entretenimiento, y de manera completamente inconsciente, fue crear una banda
sonora a aquella situación, en aquella localización que para nada resultaba
nueva; así que miré, aquellas costumbres, con gran detenimiento e interés, y
como el que ve una luz tras un apagón, reparé en una sonrisa agradecida de una
señora perdida y su marido, hacia el hombre de seguridad de la estación; reparé
en los besos, los múltiples besos que relataban prontos encuentros, besos de
bienvenida, besos con deseo de cariño o besos de fugaz pasión; reparé en los
ritmos acompasados a cabalgados, en trote, de paseo o de descanso de cada
viajero o acompañante que pasaba delante de mí; reparé en miradas, perdidas,
solitarias, pensativas, ilusas o incluso llenas de recuerdos que jamás
descubriré; reparé en años, los muchos y los pocos, los no tantos y los
intermedios, todos y cada uno de esos años que suponían experiencia y
sabiduría, sufrimientos o alegrías, nostalgias; las ropas, las maletas, el maquillaje,
quizá, buscando signos de clase, de estilo propio, de carácter incluso; reparé
el la raza, demostración de lucha y supervivencia, de deseos cumplidos, de
familias rotas, de alegres encuentros,…; vi generosidad, pobreza, frío,
enfermedad, soledad, tanta soledad, que fui incapaz de lograr entenderla, y a
pesar de ello, resultaba tan conocida.
Vi, contemplé, miré al
detalle a cada una de esas personas que por un momento formaron parte de mí
vida, de mí mente, de mí interés, ignorantes de mí mirada curiosa,
contribuyeron a crear mi banda sonora en aquella situación, en aquella
localización realmente sorprendente.
Miré el gran reloj de
enfrente. Eran las dos y media, y mí tren no esperaba.
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