Jamás había estado allí y si hubiese conocido aquel paraje desolador, nunca mi voluntad me hubiese llevado a tal inhóspito lugar; pero la mente, traicionera del más iluso de los hombres, en una noche como cualquier otra, decidió por su cuenta hacer de mi inconsciencia un juego de terror; y allí, entre cientos de piedras en situación circular, que anunciaban nombres, fechas y fotos de niños borrosas, noté como mi respiración se cortaba, costoso e inútil de mi acto, pues tras mirar al cielo, comprobé en su trayectoria la rama de un árbol cenizo que hacía de centro adorador de aquellas tumbas, y una cuerda colgada en tal rama, en cuyo extremo sostenía tensa mi cuello. Intente alcanzar la cuerda para poder zafarme de aquella trampa, pero el esfuerzo consumió mis últimas energías junto a las rápidas y agoniosas pretensiones por dejar entrar un mínimo de aire a mis pulmones. Así, cansado, agonioso y dolorido, cese mi lucha y esperé el momento de marchar.
Algo llamó mi atención a la vista, una piedra en particular, un nombre sin foto, sin fecha; leí su nombre en alto “Rosario” y, de repente, sin poder entender su procedencia, empecé a oír gritos y llantos de dolor a mi alrededor; fuertes y atronadoras voces que gritaron también dicho nombre. Comenzaron a aparecer borrosas sombras alrededor del árbol que, poco a poco, terminaron formando cuerpos encorvados, de vestimentas negras y ajadas. La sorpresa y el miedo se jugaron espacio en mi mente, mientras yo rezaba lo casi olvidado para que pronto llegara mi muerte y el fin de tanta angustia.
A lo lejos, con pasmosa rapidez, se vio llegar una blanca y espesa niebla. Llegó al lugar trayendo consigo indescriptible olor a podredumbre, olor a miedo y dolor. Esperé poco su llegada, pero el miedo, que pensé imposible superar, se acrecentó como jamás lo hubiese sentido al imaginar lo que me pudiese deparar tras ese manto. Cerré los ojos un breve segundo antes de alcanzarme y, entonces, una fuerza asombrosa abrazó mi cuerpo, llevando consigo un suspiro, el último resquicio de aire que guardaba, y un inmenso dolor, por lo que imaginé como cuchillas, que quebraban al completo cada hueco de mi piel. Grite con fuerza y abrí los ojos y, de un salto, alcance el suelo duro y frío de mi estancia, mientras llevé, al tiempo, la mano al cuello.
Respiré rápido y muy profundo durante un largo tiempo. Recordé y recordé nuevamente todo el sueño al completo y llené mi cabeza con innumerables preguntas que no sabía cómo contestar. No tenía nada más que un nombre pero, en un intento por salir a la luz un toque de cordura, comencé a pensar en lo irreal e ilógico de aquella situación, de ese cúmulo de preguntas; al fin y al cabo no había sido más que un sueño.
Pasaron los días y sus noches, y en cada una, el sueño se repetía, el dolor y la angustia se hacían más y más intensos, hasta que una noche, sin razón de ser, me encontré de nuevo allí, de pie, fuera y mirando al frente al cementerio, el árbol en el centro y algo, que no pude adivinar, colgando de su rama. Noté a mi espalda unos pasos; dudoso y temeroso miré atrás y vi llegar una niña de pelo rubio, tez blanca y sonriente; tras ella, un gran sequito, hombres y mujeres añosas pude comprobar al fin, con sus ropas negras, sus gritos y llantos también, como ya era costumbre. Me sorprendió ver que no era el nombre de “Rosario” el que pronunciaban esta vez, aunque tampoco pude entender cuál era. La niña, extendió el brazo señalando con el dedo dentro del sombrío lugar; lo acompañé con los ojos hasta lograr ver el motivo de dicho acto. Vi a un hombre colgado de la rama, vi su cara de angustia; el me veía también.
La niña me dio su mano y, junto a los llantos, nos adentramos en el cementerio. Señaló de nuevo, una piedra, con su foto, una fecha y un nombre, “Rosario”; señaló al lado otra piedra, con una fecha, una foto y un nombre “Roberto”. Di un paso atrás, y, sorprendido, pregunté quién era ella, y por qué mi nombre estaba allí; señaló de nuevo otra piedra y vio la foto de un niño, “Juan”, una niña en la piedra de al lado, “Ana”, otro niño después, y así sucesivamente. De pronto, una imagen inundó mi mente; un cuchillo en mi mano, en la otra el cuello de Rosario, una huérfana de 9 nueve años a quien vi cada día, tras una verja, jugando en un columpio a la salida de la escuela; luego vi a Ana, luego a Juan,.., vi todas y cada una de sus muertes, y en cada una, un cuchillo y un hombre que lo portaba. Yo mismo.
Cerré lo ojos con la esperanza de despertar de nuevo, negándome a creer todo aquello que estaba sucediendo, negando la incapacidad de mi persona para dichos actos. Rosario, a quien ya pude poner nombre, tocó mi cara con su mano fria y de nuevo una imagen deslumbró lo que creí imposible hasta el momento: el consumo de tanta ira, de tanto miedo, de tanta angustia que quebró el corazón todos aquellos niños, había borrado de mi memoria el recuerdo de tanto dolor. Recordé, incluso mi infancia, yo no era diferente, pues mi padre, viejo de mano y joven de fuerza, castigaba mis niñerías con la oscuridad de un cuarto en el sótano de su casa, hasta que la oscuridad de aquel cualto lo inundo a él cuando al fin tuve valor. Viví de nuevo cada asesinato por mi cometido mientras miraba a mí alrededor cada una de esas figuras que nos rodeaba. Cada uno era un viejo, un niño al que maté, un viejo que no llego a ser.
Tras recordar todos aquellos sucesos, me sorprendió mi incapacidad para sentir, podría incluso decir, que la ira volvió junto al recuerdo, y una leve sonrisa transformó mi rostro lleno, hasta entonces, por el miedo y la sorpresa. Pero nada es eterno y lo que suponía sería un sueño del que pronto despertaría, torno en una temerosa realidad.
El brillo de un reflejo llamó la atención de mis ojos y me sacó de mi lapso, de mi recuerdo mi añorado y perdido recuerdo. Me encontré de nuevo en mi soga, colgando con mayor angustia si cabe. Sabía que este era el momento en que yo, cerrando los ojos, regresaba de nuevo de mi sueño, así que era cuestión de esperar. Sin embargo, las cosas no resultaron como pensé y el sueño no se sucedía como de costumbre. Logré descubrir la razón de tales brillos, la razón de las cuchilladas en mis sueños pasados. Los niños, en cada una de sus manos, cual pintura infantil, portaban cuchillas. Grite, supliqué e incluso, por surrealista que pudiera parecer, recé, consciente ya de mis actos. Uno, Alberto, cogió mis piernas y tiró de ellas hacia abajo, sintiendo un ahogo mayor del que pudiera haber sentido; el resto, mediante innumerables cortes, trazaron nombres en mi cuerpo, sus nombres: Rosario, Juan, Ana,...; trazaron fechas, sus edades; pintaron rostros. Cada uno de los cortes, con indescriptible dolor, me hizo sentir, ahora, la agonía de mis víctimas. Lloraron lágrimas saladas de una nube antes ausente, que quemaban a fuego mis heridas.
Cuando hubieron terminado de dibujar mi piel con dichos trazos, los niños, convertidos ya en negras sombras, fueron desapareciendo, y con ellos, cada una de sus piedras. Esperé mucho, pero la muerte no me encontró en aquel lugar.
No desperté de mi sueño, no me marché, nunca me pude ir; y allí quedamos el árbol, la soga, la piedra y yo.
Algo llamó mi atención a la vista, una piedra en particular, un nombre sin foto, sin fecha; leí su nombre en alto “Rosario” y, de repente, sin poder entender su procedencia, empecé a oír gritos y llantos de dolor a mi alrededor; fuertes y atronadoras voces que gritaron también dicho nombre. Comenzaron a aparecer borrosas sombras alrededor del árbol que, poco a poco, terminaron formando cuerpos encorvados, de vestimentas negras y ajadas. La sorpresa y el miedo se jugaron espacio en mi mente, mientras yo rezaba lo casi olvidado para que pronto llegara mi muerte y el fin de tanta angustia.
A lo lejos, con pasmosa rapidez, se vio llegar una blanca y espesa niebla. Llegó al lugar trayendo consigo indescriptible olor a podredumbre, olor a miedo y dolor. Esperé poco su llegada, pero el miedo, que pensé imposible superar, se acrecentó como jamás lo hubiese sentido al imaginar lo que me pudiese deparar tras ese manto. Cerré los ojos un breve segundo antes de alcanzarme y, entonces, una fuerza asombrosa abrazó mi cuerpo, llevando consigo un suspiro, el último resquicio de aire que guardaba, y un inmenso dolor, por lo que imaginé como cuchillas, que quebraban al completo cada hueco de mi piel. Grite con fuerza y abrí los ojos y, de un salto, alcance el suelo duro y frío de mi estancia, mientras llevé, al tiempo, la mano al cuello.
Respiré rápido y muy profundo durante un largo tiempo. Recordé y recordé nuevamente todo el sueño al completo y llené mi cabeza con innumerables preguntas que no sabía cómo contestar. No tenía nada más que un nombre pero, en un intento por salir a la luz un toque de cordura, comencé a pensar en lo irreal e ilógico de aquella situación, de ese cúmulo de preguntas; al fin y al cabo no había sido más que un sueño.
Pasaron los días y sus noches, y en cada una, el sueño se repetía, el dolor y la angustia se hacían más y más intensos, hasta que una noche, sin razón de ser, me encontré de nuevo allí, de pie, fuera y mirando al frente al cementerio, el árbol en el centro y algo, que no pude adivinar, colgando de su rama. Noté a mi espalda unos pasos; dudoso y temeroso miré atrás y vi llegar una niña de pelo rubio, tez blanca y sonriente; tras ella, un gran sequito, hombres y mujeres añosas pude comprobar al fin, con sus ropas negras, sus gritos y llantos también, como ya era costumbre. Me sorprendió ver que no era el nombre de “Rosario” el que pronunciaban esta vez, aunque tampoco pude entender cuál era. La niña, extendió el brazo señalando con el dedo dentro del sombrío lugar; lo acompañé con los ojos hasta lograr ver el motivo de dicho acto. Vi a un hombre colgado de la rama, vi su cara de angustia; el me veía también.
La niña me dio su mano y, junto a los llantos, nos adentramos en el cementerio. Señaló de nuevo, una piedra, con su foto, una fecha y un nombre, “Rosario”; señaló al lado otra piedra, con una fecha, una foto y un nombre “Roberto”. Di un paso atrás, y, sorprendido, pregunté quién era ella, y por qué mi nombre estaba allí; señaló de nuevo otra piedra y vio la foto de un niño, “Juan”, una niña en la piedra de al lado, “Ana”, otro niño después, y así sucesivamente. De pronto, una imagen inundó mi mente; un cuchillo en mi mano, en la otra el cuello de Rosario, una huérfana de 9 nueve años a quien vi cada día, tras una verja, jugando en un columpio a la salida de la escuela; luego vi a Ana, luego a Juan,.., vi todas y cada una de sus muertes, y en cada una, un cuchillo y un hombre que lo portaba. Yo mismo.
Cerré lo ojos con la esperanza de despertar de nuevo, negándome a creer todo aquello que estaba sucediendo, negando la incapacidad de mi persona para dichos actos. Rosario, a quien ya pude poner nombre, tocó mi cara con su mano fria y de nuevo una imagen deslumbró lo que creí imposible hasta el momento: el consumo de tanta ira, de tanto miedo, de tanta angustia que quebró el corazón todos aquellos niños, había borrado de mi memoria el recuerdo de tanto dolor. Recordé, incluso mi infancia, yo no era diferente, pues mi padre, viejo de mano y joven de fuerza, castigaba mis niñerías con la oscuridad de un cuarto en el sótano de su casa, hasta que la oscuridad de aquel cualto lo inundo a él cuando al fin tuve valor. Viví de nuevo cada asesinato por mi cometido mientras miraba a mí alrededor cada una de esas figuras que nos rodeaba. Cada uno era un viejo, un niño al que maté, un viejo que no llego a ser.
Tras recordar todos aquellos sucesos, me sorprendió mi incapacidad para sentir, podría incluso decir, que la ira volvió junto al recuerdo, y una leve sonrisa transformó mi rostro lleno, hasta entonces, por el miedo y la sorpresa. Pero nada es eterno y lo que suponía sería un sueño del que pronto despertaría, torno en una temerosa realidad.
El brillo de un reflejo llamó la atención de mis ojos y me sacó de mi lapso, de mi recuerdo mi añorado y perdido recuerdo. Me encontré de nuevo en mi soga, colgando con mayor angustia si cabe. Sabía que este era el momento en que yo, cerrando los ojos, regresaba de nuevo de mi sueño, así que era cuestión de esperar. Sin embargo, las cosas no resultaron como pensé y el sueño no se sucedía como de costumbre. Logré descubrir la razón de tales brillos, la razón de las cuchilladas en mis sueños pasados. Los niños, en cada una de sus manos, cual pintura infantil, portaban cuchillas. Grite, supliqué e incluso, por surrealista que pudiera parecer, recé, consciente ya de mis actos. Uno, Alberto, cogió mis piernas y tiró de ellas hacia abajo, sintiendo un ahogo mayor del que pudiera haber sentido; el resto, mediante innumerables cortes, trazaron nombres en mi cuerpo, sus nombres: Rosario, Juan, Ana,...; trazaron fechas, sus edades; pintaron rostros. Cada uno de los cortes, con indescriptible dolor, me hizo sentir, ahora, la agonía de mis víctimas. Lloraron lágrimas saladas de una nube antes ausente, que quemaban a fuego mis heridas.
Cuando hubieron terminado de dibujar mi piel con dichos trazos, los niños, convertidos ya en negras sombras, fueron desapareciendo, y con ellos, cada una de sus piedras. Esperé mucho, pero la muerte no me encontró en aquel lugar.
No desperté de mi sueño, no me marché, nunca me pude ir; y allí quedamos el árbol, la soga, la piedra y yo.
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