domingo, 26 de enero de 2014

Se llamaba María

Retumbaba el sonido en mi cabeza, el incómodo ritmo del movimiento de las agujas; tan insoportable como el cliqueo de un bolígrafo de un dedo impaciente; tan irritante que lograban generar en mí pensamientos de absoluta crueldad donde todo sería poco con tal de lograr el cese de ese incomodo ruido. Resulta irónico pensar que un día consideré hermoso su detalle, le sonreí y alagué con mucha cortesía su acierto a la hora de encontrar un reloj que ocupara un pequeño espacio en la losada y blanca pared de mi cocina. Jamás entre el tiempo suficiente en ella, no había el suficiente para perder y siempre lo consideré una pérdida dado lo mucho que me gustaba mi trabajo y lo poco que me gustaba cocinar. Ella lo sabía, pero me quería solo para ella, al menos en esos breves instantes. 
Retumba una y otra vez, una y otra y otra vez, pero pasmado ante una copa de vino ya vacía, me resultaba agotable la posibilidad de levantarme y tirarlo por la ventana; y a pesar de que la idea me cautivaba en demasía, yo no podía dejar pasar el hecho, a su vez, de que mi copa seguía vacía. No es retorcido; yo estaba solo, así que nadie tenía por qué servirme; yo me había acercado al armario, había abierto la puerta cristalera y tras contemplar las dos copas y la botella de vino un largo tiempo, había cogido una, había abierto la botella y me había servido, una y más veces hasta acabar su existencia. Pero ahora, al igual que antes, no había nadie que pudiera servirme, así que mi copa estaba vacía, ya no había vino en la botella y era incapaz de levantarme de la silla. 
Nunca me ha gustado comprar, por eso mi blanca y losada pared de la cocina no hubiese tenido ese fastidioso reloj de no ser por ella; por eso ese estante no hubiese tenido esas dos copas con una botella de vino que ella trajo para celebrar algo en una de las noches que tras su jornada venía a mi apartamento a pasar la noche. Pero nunca fueron usadas, nunca el vino fue abierto, nunca hubo tal celebración de algo que debería recordar; pero ese hiriente reloj, esa copa vacía,...y ¿por qué sigue vacía? ¿Por qué sigue ahí ese reloj? 
Llamó al telefonillo; sonó más de una vez pero el cliente no dejaba de hablar relatando una fantástica e increíble excusa para no haber efectuado el pago a mis servicios prestados. Había denunciado su tardanza pero con su llamada pude comprobar que la noticia aún no se le había informado, así que presté atención a la imagen del telefonillo mientras hacía el intento vago por atender a trozos que el banco había retirado el dinero que se correspondía a mi pago. Colgué con indignación y abrí la puerta con ganas de recibir lo que supuso una alegre sorpresa. 
Entró con prisa, impaciente por revelar una noticia que ya antes, durante todo el día había estado anticipando. Me besó una y otra vez, y me entregó una bolsa que ocultaba detrás de su cuerpo. Sonreí y alegué su gesto, al igual que lo había hecho con el reloj, y tras el breve e incómodo espacio que suponen para mí los detalles, guardé las copas y la botella en la estantería de puerta cristalera y la invité a cenar para celebrar la tan intrigante noticia. 
 Una mirada al irritante reloj hubiese anunciado la posible llegada de aquel acto; quizá hubiese imaginado que la pena, el hambre o la desesperación podían convertir a una persona en la causa, en el efecto, de una sociedad cada vez más pobre más corrupta, y quizá ese hombre no buscó nuestra desgracia, podrían haber sido otros, podría haber sido cualquiera. No le culpo, y quizá si hubiese prestado atención a mi llamada hubiese podido encontrar la agonía en la voz de aquel hombre que gritaba su incapacidad para efectuar mi pago, para dar de comer a sus hijos, para ser padre, suplicando una tregua a un hombre que vivía por y para su trabajo, para el dinero, para una lujosa vida que nunca pudo tener en su infancia; quizá hubiese anticipado su decisión, quizá hubiese mirado el reloj, quizá la hubiese invitado a cenar en casa, quizá hubiese preparado el cordero que con tanto esmero mi madre se obceco en enseñarme, quizá hubiésemos usado sus copas y bebido su vino; quizá pudieron pasar tantas cosas,… La realidad es que solo era un hombre familiar, un hombre desesperado y cobarde que cambio tres vidas por el precio de dos balas. Solo puedo culparme. ¿Porque sigue vacía mi copa? Que tan atractiva y brillante se ha vuelto la idea de tan dañino artilugio. Debería haber leyes más restrictivas; hombres como yo, hombres como él, ahora, en este instante, con mi copa vacía, con tan horripilante ruido, con ella en mis pesadillas, somos hombres que sueñan con miedos, y una vaga oportunidad de futuro es más suculenta que el continuo pesar que es capaz de cargar un alma. 
Buscó entre mis cajones jugando, retándome a encontrar algo que delatará la presencia de otras mujeres en mi vida. No pretendía recriminarme, no lo haría ya que ella sabía que lo nuestro tan solo era un momento, unos pocos instantes donde compartíamos anécdotas del día a día. ¿De verdad lo sabía? Sonrió porque al fin había hallado algo de valor. La cogió y pronto aparto la mirada, aunque siguió sosteniéndola. Expliqué su procedencia familiar, mi intención de venderla en una subasta dado el enorme valor que tendría un arma tan antigua, la guardé y prometí que jamás la volvería a ver. 
 ¿De verdad ella pensaría que solo eran instantes? Ahora es igual, me duele la cabeza y mi copa sigue vacía pero no mi mano. Como pesa, como brilla; tampoco nunca me detuve a pensarlo, tampoco nunca escuché ese reloj, nunca estuve en esta silla el tiempo suficiente para oírlo. Nunca viví lo suficiente con ella como para conocer su nombre, solo era un número, pequeños instantes donde compartir anécdotas. 
Ahora es igual, ya no es importante, ya no pesa tanto el pasado como el arma que en algún momento sostuve; sigo mirando mi copa llena, y el precioso reloj, en mi blanca y losada pared, ya ha dejado de sonar; ella está sentada frente a mí y le pregunto su nombre, le pregunto quién es. Ella sonríe y me dice su nombre. Se llamaba María.

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